jueves, 13 de enero de 2011

DISCRETIO SOBRE LAS APARICIONES DE UN TEOLOGO ESPERTO: RENE LAURENTIN

El problema planteado por las apariciones es el de lo sobrenatural sensible. Lo que se encuentra de extraño y de ambiguo en estas manifestaciones sensibles y sobrenaturales es que la fe se define como adhesión a ciertas verdades (o realidades) no evidentes.

Es la convicción de lo que no se ve (élenjos ou blepoménon), según Heb 11,1, y la anticipación de lo que se espera. De aquí aquel aforismo con que concluye el cuarto evangelio: “¡Dichosos los que no han visto y han creído!” (Jn 20,29). Creer es adherirse a ciertas verdades (o realidades) que no son evidentes. Es creer en la palabra, en el testimonio. Las visiones o apariciones afectan, por así decirlo, a esta reglamentación en la medida en que el signo mismo no sería institucional, convencional, natural (como son los sacramentos y los sacramentales), sino sobrenatural, concedido por gracia.

Por tanto, es importante recordar que las visiones o apariciones sobrenaturales no sustituyen a la fe, sino que la ponen de manifiesto, la sitúan como principio para reconocer y distinguir lo que se manifiesta. Mejor aún, lo que se manifiesta parece pertenecer de ordinario al orden dedos signos más que a una intuición inmediata de las realidades sobrenaturales. Se tiene un indicio de ello en el hecho de que las apariciones de la Virgen difieren en lo que respecta a su manera de vestir y -en un sentido más difícil de valorar- a su edad, a su rostro, al color mismo de sus ojos, aunque sea arriesgado interpretar la causa de estas variantes.

Hablar de signo no quiere decir hablar de ilusiones. Todo conocimiento humano en este mundo es conocimiento por medio de signos, puesto que el signo, sea cual fuere, es un medio para conocer y permite alcanzar con su mediación la realidad misma según modos más bien diversos. En este sentido se da una relatividad que depende del modo (a menudo misterioso) de la mediación. Hablar de signos no excluye que una aparición pueda tener un carácter objetivo. Pero la objetividad no tendrá que depender de las condiciones sujetas a medida (frecuencia y longitud de onda de las vibraciones) que caracterizan materialmente al conocimiento sensible. Si Cristo o la Virgen quieren manifestarse, se tratará de una comunicación su¡ generis, cuyo modelo existencial es difícil de precisar. Es ésta una de las razones por las que cualquier aparición es relativa respecto a lo esencial de la fe.

Podrían añadirse otras diferencias. Una aparición es generalmente un fenómeno de poca duración (y la brevedad es a menudo un buen criterio de autenticidad); la fe es permanente. Una visión o aparición ofrece por su parte una evidencia sensible en contraste con el estatuto nocturno de la fe (noche de los sentidos). Tiene de ordinario un carácter particular, ligado a una región o a una época. De suyo, esto no representa un contraste, ya que la fe y la revelación han estado siempre profundamente arraigadas en un tiempo y en un lugar particular (pensemos en los mensajes de los profetas); pero las apariciones del tiempo de la iglesia tienen una función más limitada, más particular en la historia de la salvación, aun cuando esta comunicación no esté privada de toda dimensión de universalidad. La fe es certeza, en el sentido que define la teología, no con la evidencia del objeto, sino a través del testimonio íntimo de Dios mismo.

Viceversa, una aparición puede identificarse tan sólo a través de conjeturas complicadas y diferenciadas; de aquí la prudencia de la iglesia. Sin embargo, esto no excluye que la luz concedida a los videntes pueda darles, por medio de la gracia, una evidencia y una certeza análogas a las de la fe. Y finalmente, el mensaje de una aparición no se añade a la palabra de la Escritura y de la tradición desde fuera, como si se tratara de un complemento o de una palabra distinta, sino que reevoca o manifiesta con una nueva intensidad lo que estaba ya revelado. Su función, como hemos dicho, es la de reavivar la fe y la esperanza.

Estas manifestaciones carismáticas suscitan, por consiguiente, el problema de las relaciones entre la autoridad oficial de la iglesia y los dones gratuitos de los carismas. Si no está excluido ni mucho menos (e incluso es relativamente frecuente) que la autoridad goce de carismas particulares, se trata en muchos casos de simples fieles. Y la aparición, que parece guardar una relación directa con el cielo, suscita desconfianzas en la autoridad que juzga en virtud de unos criterios más modestos. Esto no deja de provocar ciertas tensiones que han hecho minimizar o reprimir estos fenómenos de una forma a veces excesiva. En efecto, la necesidad de que haya presente algún signo, alguna luz, alguna evidencia es algo que ha formado siempre parte de la fe, tanto en los profetas del AT como en la iglesia primitiva y a través de los siglos.

La fe busca la luz y los signos de Dios. En donde estos signos dan una aportación excepcional de presencia o de evidencia, requieren mucha prudencia y discernimiento, ya que están sujetos a desviaciones y a interpretaciones subjetivas. Sin embargo, una línea represiva y puramente negativa de critica externa (racionalista o psicoanalítica, etc.) no es necesariamente sana y fecunda. Es verdad que se dan casos en que es preciso rechazar el error y reprimirlo con la autoridad de Dios, y hay que hacerlo con firmeza, como lo hizo Mons. Laurence en la época de la epidemia de visionarios de Lourdes. Pero su acción mejor en este sentido fue el saber discernir y canalizar los signos que procedían de lo alto y que daban realmente fruto. Por consiguiente, es muy de desear que no se verifique, como ha sucedido en muchas ocasiones, una tensión conflictiva entre la autoridad institucional y los carismas.


REGLAS Y CRITERIOS

Serán útiles algunas reglas sobre este problema-límite, ambiguo y discutido.

a) Las revelaciones privadas no pueden situarse en el mismo plano que la revelación divina dada por Jesucristo, recogida en la Escritura y transmitida por la tradición de la iglesia. Pueden ser únicamente un toque de atención o una explicación particulares.

b) Los textos restrictivos del magisterio sobre las revelaciones privadas ponen de relieve al mismo tiempo tanto la ambigüedad de esta materia sujeta al error, a la ilusión, a la exaltación, como el carácter conjetural de los juicios dirigidos sobre estos hechos particulares por parte de la autoridad de la iglesia.

e) Estos signos relativos y secundarios tienen que ser valorados con modestia, dentro de la obediencia a la autoridad. Sin embargo, esto no impide que estas revelaciones, cuando Dios las ofrece directamente con un carácter de certeza, se manifiesten a los videntes como una luz y un testimonio de Dios mismo. En caso de contradicción se llega a crear un caso de conciencia, que suele presentarse con frecuencia en los místicos depositarios de revelaciones privadas. En Lourdes, las personas que tenían autoridad sobre Bernadette (los padres, el comisario, los jueces) le prohibieron en dos ocasiones acercarse a la gruta, a pesar de que ella le había prometido a la aparición acudir durante quince días. Ella luchó por obedecer, hasta que una fuerza irresistible la impulsó hacia la gruta. Para resolver semejantes conflictos se necesita mucho discernimiento y caridad, mucha prudencia y sentido pastoral.

d) Hay que relativizar, por las razones que hemos indicado, la distinción original entre aparición (objetiva) y visión (subjetiva) y, con mayor razón aún, eliminar la fórmula según la cual todas las apariciones sobrenaturales entran en el campo de la alucinación. Las analogías no son ninguna autorización para reducir estas comunicaciones excepcionales, libres y diversas, dentro de unos esquemas sistemáticos y preestablecidos. No tenemos ningún medio para juzgar en esta materia, y esto por diferentes motivos. El ser que comunica (Cristo o la virgen María en su cuerpo glorificado, tal como lo está en la actualidad) nos es desconocido, tanto en la duración como en el género de existencia corporal, que san Pablo define como misteriosa y completamente diferente de la nuestra (lCor 15,42-44).


La condición del que recibe esa comunicación (el vidente) también se nos escapa; es verdad que el fenómeno sensible del éxtasis puede ser examinado objetivamente en algunos casos, pero incluso en esos casos revela únicamente el condicionamiento de las apariciones; y estas últimas son un fenómeno gratuito, inaccesible, que no puede repetirse a voluntad y que se escapa de toda experimentación psicológica. Por consiguiente, no estamos en una buena posición para comprender la relación que hay entre el vidente y el objeto de la visión. Pero no podemos excluir absolutamente que Dios o que una persona perteneciente a la comunión de los santos pueda manifestarse de un modo auténtico. En ese caso, el medio que utilizan para manifestarse se adapta necesariamente a la naturaleza del sujeto que recibe (ad modum recipientis) y normalmente pertenece a un género de descodificación distinto del conocimiento común sensorial (en donde la información se transmite a través de vibraciones materiales y de influjos nerviosos).

e) En esta materia resulta importante establecer una distinción entre salud y patología. El buen sentido popular, lo mismo que la autoridad, piensan que hay algo patológico cuando alguien dice que ve lo que los demás no ven. No cabe duda de que en esta materia tiene mucho que ver la ilusión. Pero puede haber también una patología por defecto, es decir, el desvío o la retención de ciertos recursos de la comunicación o del conocimiento. Si la biblia denuncia a los falsos profetas, denuncia igualmente la sistemática represión del profetismo (Am 2,1112; Is 30,10; cf Jer 11,21; Zac 1,5; Neh 9,30), lo cual lleva a extinguir la visión y la función profética en el pueblo de Dios para desdicha suya (Lam 2,9-10; cf Ez 2,26; Sal 74,9; 77,9; Dan 3,38). Todo ocurre como si en la biblia y en la iglesia los profetas y los videntes se vieran reprimidos hasta el momento en que, una vez realizada la represión, hay que lamentar que han dejado de existir (1Sam 3,1; 1Mac 9,27). La reaparición del don profético es una de las promesas de renovación que se le hicieron a Israel (Is 59,21; Os 12,1011; Jl 3,1) y que continúa en el NT (Mt 23,37;, He 2,16-18). Es difícil encontrar la medida justa y una recta dirección en estas materias tan complejas.

MARÍA Y LAS APARICIONES

Puesto que las apariciones de la Virgen son en la actualidad más frecuentes y célebres que las demás, podemos preguntarnos cuáles son las afinidades dogmáticas y bíblicas que ella tiene con este fenómeno. En el plano teológico, puesto que ella es la más cercana a Jesucristo, es también la más cercana a los demás miembros del cuerpo místico en la comunión de los santos. Y esto está igualmente de acuerdo con su función de / sierva del Señor, con su misión maternal en el cuerpo místico [-> Madre de Dios, -> Madre nuestra], con su condición glorificada en el cuerpo y en el alma [-> Asunción]. Resulta normal encontrar en ella el “deseo de seguir haciendo el bien en la tierra”, que encontramos en Teresa de Lisieux o en Bernardita de Lourdes. A Grignion de Monfort le gustaba subrayar que la que había tenido una misión en la primera venida de Cristo (primera escatología) está llamada a tener también una misión en su segunda venida.


Puede decirse con la mayor certeza que María parece haber tenido una misión para la salvaguardia de los carismas, en una época en la que éstos se vieron menospreciados o sofocados. Su humilde persona tranquilizaba a la autoridad. De este modo, en un tiempo en que los carismas eran objeto de una desconfianza particular, se ha aceptado en la iglesia la serie prestigiosa de las apariciones modernas.


En el plano bíblico, María, madre del “hijo varón, el que debía apacentar a todas las naciones con una vara de hierro” (Ap 12,5) aparece (indistinta de la iglesia) como una “señal en el cielo” (Ap 12,1). El Cristo del Apocalipsis es el cordero glorificado y al mismo tiempo inmolado. Asimismo María aparece simultáneamente a la luz sobrenatural (“rodeada de sol, con la luna bajo sus pies, coronada de doce estrellas”: Ap 12,1), pero también en los dolores de parto, lo cual significa la cruz (Jn 19,25-27; 16,21) y las persecuciones de la iglesia. Los rasgos de la descripción de Ap 12 vuelven a encontrarse, en diversos grados, en las apariciones de Guadalupe, de la “medalla milagrosa” y otras. Este texto bíblico parece anunciar misteriosamente las visitas históricas de María a su pueblo.
De una manera más amplia, el NT la caracteriza a través de la comunicación con el cielo (anunciación y en cierto sentido Navidad) y de la relación con Cristo (visitación, Caná). Ella ocupa un lugar original y de primer plano en la efusión carismática del don de Dios. La comunión de los santos es el lugar teológico en que es preciso colocar las apariciones y saber discernirlas con la debida medida y sobriedad.

(Publicado por admin en julio 1, 2010 @ 10:58 En Apariciones y Visiones,Galería,REFLEXIONES Y DOCTRINA )